domingo, 2 de agosto de 2015

Emocionándonos con Ángeles Mastretta

“…el yo, como no lo diga un personaje inventado, siempre es difícil”

Mucha suspicacia despiertan siempre los libros de memorias. En estos tiempos en los que todo parece derrumbarse, en los que nada logra mantenerse en pie, en los que ya no quedan títeres con cabeza, en los que todo se relativiza, la memoria ha perdido prestigio. Paradoja de nuestros tiempos, puesto que siempre se nos responsabiliza por el pecado capital de nuestros pueblos: la amnesia. Y la literatura no escapa a este relativismo postmoderno, por supuesto. Para la crítica el escritor de memorias se “autoficciona”, miente, recuerda mal, se equivoca, nos engaña, etc. Incluso, la apreciación del género dentro del cual se clasifican estos libros siempre es inestable. ¿Se trata de autobiografías, novelas, ensayos? O mejor… “de literaturas del yo”. Problema resuelto.

Es posible que sea, como siempre, un poeta quien nos resuelva el atasco: “Solo recuerdo la emoción de las cosas”. Es este verso de Antonio Machado el epígrafe que preside y titula, en parte, el último libro de Ángeles Mastretta. Según confiesa la autora, lo que pretendía ser una novela, puesto que debía partir del duelo del yo narrador frente a las cenizas de los padres difuntos, se convirtió en un texto fragmentario y memorioso, cuyo hilo conductor ya no sería una estructura novelesca arquitectónicamente bien pensada, sino el ir y venir en el tiempo según el capricho de la emoción y el recuerdo.           

Confieso que al principio el libro de Mastretta no me terminaba de atrapar. Me gustaban algunos pasajes y otros mucho menos. De pronto, más allá de la mitad, comenzó a cautivarme, empecé a identificarme con lo contado, a verme retratada en muchas de las emociones compartidas, en la experiencia generacional de la autora, la misma mía. Esto provocó que al llegar al final emprendiera, casi de seguidas, una segunda lectura de varios de los capítulos iniciales, de casi todos, cosa que no suelo hacer. Mayor sorpresa me causó que esta segunda lectura me resultara más cautivadora, darme cuenta de que no había apreciado ciertos momentos de la lectura me preocupó de veras. Estoy perdiendo la concentración, me dije. ¡Válgame Dios!

Ya sabemos que toda confesión implica un acto dialógico con otro y que este libro es absolutamente femenino. La fragmentación que lo conforma, la presencia constante de padres, hijos, hermanos, amigos que reafirman el yo relacional de la autora, suele ser rasgo frecuente en la narrativa femenina. De ahí que una lectora se sienta identificada con las historias contadas, que tales características determinen un modo particular de lectura. ¿Será este un libro que interese a un lector masculino?, me pregunto dudándolo.  

Es cierto que la irregularidad estructural podría definir de entrada al libro, puesto que está constituido por capítulos que pueden tener tanto cinco páginas de extensión, como tan sólo unas cuantas líneas conformando un párrafo, lo  que  pareciera no tener un rumbo argumental definido. La propia autora lo reconoce expresamente en uno de los mini capítulos o,  mejor, apartes de sólo un párrafo: “Desconozco adónde voy o cómo ir por un libro que aún no sé si será una memoria, una indagación en el pasado de mis padres, una búsqueda o una tontería. Empiezo páginas que van de un recuerdo a otro, iluminando retazos de tiempo pero sin orden, sin más destino que el de ser recordados” (p.49).

Es quizás esa primera impresión la que distancia al lector de la obra, hasta que el tono equilibrado de las emociones compartidas, el lirismo de muchas de las frases que las expresan no permiten que nos llamemos a engaño. Lejos de  convertirse en una frivolidad, hay pasajes entrañables que llegan hasta prestarnos un sentido a nuestras propias vidas, ayudándonos a conseguirles un orden, como bien ha afirmado Georges May en su libro pionero de los estudios del género autobiográfico. 

En mi caso puedo apoyar lo antes dicho con dos momentos de lectura. El capítulo “Revivir la quimera” es uno de ellos. En el mismo la autora habla de sus muertos, en cómo la acompañan, hasta que en ocasiones pareciera que le susurraran al oído. Sin caer en sentimentalismos fáciles logra comunicarnos ese duelo por los seres queridos,  que se hace leve hábito con el paso del tiempo que cura casi todo, a la vez que nos confronta con lo irremediable: “Siempre necesitamos saber cuando ya no podemos”(p.28).

En otro pasaje me ayudó a entender mi gusto por los cementerios, ahora sé que al igual que Ángeles me atrae “su desdén del mundo”, su “aire indiferente”. Ya no me siento “rarita” por la reverencia, la atracción y el misterio que me subyugaron durante mis visitas a Père-Lachaise, al cementerio judío de Praga, al cementerio de los ingleses de Málaga y a tantos otros de menos prestigio. ¡Cómo nos acompañan los autores y sus libros!     

Todo lo dicho me lleva a concluir, con Angel Loureiro, admitiendo que no hay que calificar los textos autobiográficos como ficciones o falsedades debido al esfuerzo de autorecreación que inescapablemente implican;  sino apreciarlos desde su dimensión discursiva, ética y retórica, como un acto dialógico con el otro ya que “el camino a la propia conciencia pasa siempre a través del otro”. Sobre todo porque yo, como  Ángeles y  Antonio “Solo recuerdo la emoción de las cosas/y se me olvida todo lo demás”.

Quiero cerrar esta nota transcribiendo dos textos que bien podrían leerse como mini cuentos, esto para dar una idea de la tónica del libro, de esa mitología de lo cotidiano que encierra toda vida atenta al diario discurrir,  y motivar con ello su lectura:

La orquesta
Hay un inmenso ruido en mi jardín. Va entrando la primavera a esta ciudad. Ha llegado un grillo y la tierra suena como una filarmónica. Todo el estrépito en cuya busca salgo está en una maceta: temblando (p.274)

El perro y la lagartija

Hoy el cielo ha estado azul como los dibujos de la infancia; no se cansa uno de verlo para constatar lo increíble. Perdida en ese abismo estaba yo cuando el perro vino a exigirme que le abriera la puerta, quería salir a la terraza en pos de algo que se le escapó de aquí dentro. En cuanto abrí, saltó: lo vi correr tras una lagartija y atraparla, morderla, aventarla al cielo, verla caer. Todo en segundos, no alcancé a defenderla. Y era tan chiquitita como un prendedor. La naturaleza había crecido esa perfección para que el perro la destripara porque sí, para jugar. Luego entró muy en paz, con el deber cumplido, a pedirme un cariño. Díganme ustedes si no es una barbaridad (p.258).

Ángeles Mastretta (2012). La emoción de las cosas. Caracas: Editorial Arte/ Seix Barral.




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