domingo, 23 de noviembre de 2014

LAS PEORES DE LA CLASE

Mientras Federico Vegas paseaba su timidez por los pasillos del San Ignacio en Caracas, mirando y anotando todo lo que después se colaría en algunos de sus relatos, yo entraba al Colegio María Auxiliadora de Los Teques, no menos tímida, pero para nada prevenida por la intuición de que lo que allí ocurriera podría interesarle a alguien y por  tanto ser contado. Mis estudios primarios habían transcurridos plácidamente en el Colegio Casa San José, Hijas de María Auxiliadora, de la Avenida San Martín. De esos años en el colegio no es mucho lo que recuerdo; de las monjas, a la bondadosa Sor Augusta, siempre tolerante con mi abnegada madre cuando se atrasaba en el pago de la mensualidad, y a Sor Soledad, pequeñita, hiperactiva y alegre tocando el piano en la Iglesia y haciéndonos cantar loas a la Virgen.

Nuestro vecindario era tranquilo, ¡qué tiempos aquellos!, aunque no lo suficiente para nuestros padres, por supuesto, siempre controlando nuestras salidas. No recuerdo temores o sucesos ni remotamente parecidos a los que hoy ocurren por esos lares, salvo el temible paso de Montañita, un luchador de lo que se conocía como “lucha libre”, bajito, robusto, de caminar agorilado y melena crespa hasta los hombros,  que pasaba con frecuencia por nuestra calle, porque por allí vivía, además porque muy cerca quedaba un ring, si es como así se llamaba, donde los fines de semana se daban  esos encuentros, tan aparatosos como fingidos, que tantos fanáticos parece que tenían en esa época. Al menos eso suponíamos mis hermanas y yo porque hasta nuestra casa llegaban los gritos y aclamaciones del público, lo que nos hacía imaginar a Montañita saltando encima de su contendor aplastándolo con su potente humanidad. Quizá era por ese vuelo de nuestra imaginación que le teníamos tanto miedo. El paso de Montañita por nuestra calle era todo un acontecimiento: Allá viene Montañita, decíamos muertas de susto.  Y corríamos a expiarlo por la ventana sin hacer ruido, no sea que se dé cuenta. Y el inocente pasaba con su andar de mono completamente ajeno al revuelo que despertaba. 

Ya mudados a Los Teques  nos tocó, como a toda niña de bien, entrar al Colegio María Auxiliadora. Las niñas de buena familia no tenían otra opción, o el María Auxiliadora o el San José de Tarbes. Un cambio de ciudad y de colegio es mucho para una criatura de doce años. Doce años “de los de antes”, aclaro. El primer día de clases en un nuevo colegio creo que es uno de los más grandes traumas que toda niña guarda en su memoria. Mi prima Marianna era alumna antigua del colegio, pero cursaba  dos grados antes que yo, así que debí enfrentar sola las miradas de reojo, no exentas de hostilidad, hacia “la nueva”.

Estamos en el patio, es temprano, por lo que todavía no nos hemos formado por grados o años, yo ya voy para segundo, para saludar  a la hermana directora y ser conducidas a la capilla a rezar nuestra oraciones matinales. Mi prima identifica una ronda formada por las que  conoce como mis futuras compañeras de clase. Me acerca a ellas y se va.  Las chicas están formando un círculo muy cerrado en torno a Estercita Guillén. Ella es la hija del dueño de la tienda de regalos más chic de ese pueblo con aspiraciones de ciudad.  No hay cumpleaños o matrimonio cuyos regalos no se hayan comprado en el Comercial Guillén, de ahí el prestigio de Estercita. Trato de encontrar un huequito en el estrecho corrillo y oigo lo que ella cuenta:
-Esta es una muchacha que se va a casar, pero no es virgen y su novio no lo sabe. Por eso su mamá le dice:
-No te preocupes mijita, tú te compres un real de pellejo, cuando se vayan a acostar, te vas al baño y te lo metes por ahí. Ese no se dará cuenta. De todas maneras, yo me esconderé en el armario por si  cualquier cosa.
Acordado el engaño, viene la noche de bodas, pero el truco no funciona y el novio se levanta de la cama furioso: -¡Entonces, tú no eres virgen, cómo es posible!
Al oír esto, la vieja sale del armario y le grita al novio: -¡Cómo que no es virgen! ¡Es que usted todavía no se ha dado cuenta de que ella es de raza cucona?

Tengo pésima memoria para los chistes y soy peor para contarlos, lo hago sin la menor gracia, pero ése nunca lo olvidé, como tampoco a la bonita y pretenciosa Estercita Guillén, tal fue el impacto que le produjo a mis doce años “de antes”.  Apenas terminado el chiste sonó la campana. En perfecta formación, tocadas con  nuestras boinas azules, entramos a la capilla, perfumada de azucenas, el olor de mi infancia, para arrodillarnos ante María la Virgen, siguiendo los cantos de Sor Soledad. En medio del susurro de los rezos me pareció ver que, por una de las puertas laterales, algo se escabullía. Algo así como una cola muy delgada terminada en triángulo, a la vez que sentí como si un tufillo de azufre se colara entre mis azucenas.

Hoy caigo en cuenta que la primera lección que aprendí en el sacrosanto María Auxiliadora de Los Teques fue que las peores de la clase, las más divertidas, no fueron  las más valientes,  las que se jubilaban o sacaban malas notas, como los peores de Federico, sino aquellas que con su rostro angelical y hasta sus buenas notas, llevaban  un personajillo colorado enredado entres sus trenzas.

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