Suele ocurrirme que
cuando veo una película que me gusta, basada en una obra literaria, enseguida
me entra la necesidad de leer el libro, más tarde o más temprano, para
completar el buen rato disfrutado y saciar la maliciosa curiosidad de comparar
ambos formatos. También me ha ocurrido lo contrario: he leído el libro sobre el
cual se ha hecho una película y me motivo a verla para “redondear” gustos e
impresiones. Como ejemplos del primer caso puedo citar para abreviar, Jane
Eyre, de Charlotte Brontë, La milla
verde, de Stephen King, y La dama de las Camelias, de Alejandro
Dumas.
El libro de la Brontë me
asombró porque es muchísimo más rico que la romántica historia de amor que nos
muestran las películas que lo versionaron. Sus contenidos tan claramente feministas
no dejan de llamar la atención debido a
la época en que fue escrito, 1847. En el caso de La milla verde continuó el asombro, puesto que subestimaba a King por
ser autor de best sellers, y resulta que
me topé con una buena novela, muy bien llevada a la pantalla, además. No me
pasó lo mismo con La dama de las camelias,
cuyo romanticismo pasado de moda y su discurso un tanto plano, con el perdón de
don Alejandro —quizá fue un efecto de la traducción— me fastidió bastante.
Además de que esa escena de la ventana con el galán acunando en sus brazos a la
bella Margueritte, vista por mí en algunas de las versiones fílmicas, no está
en la novela para nada, fueros del cine, me dije sonreída.
Esta vez la película
vista fue La hija del caníbal (2003),
una coproducción hispano-mexicana, del director mexicano Antonio Serrano
Argüelles, protagonizada por mi adorada Cecilia Roth, Kuno Becker y Carlos Álvarez,
en los papeles estelares. Cuenta la historia de Montero, con algunas licencias,
por supuesto, en clave de humor, que no es el tono de la novela, hay que
decirlo de entrada. La película se deja ver con agrado, divierte, entretiene,
cuenta con buenas actuaciones, está bien hecha pues… o eso creo, no soy crítica
de cine.
Mi interés al escribir
esto no es la película sino el libro y, como digo en el título, desagraviar a
la escritora. Resulta que en una nota anterior había apuntado que no me
gustaban mucho sus novelas, que prefería a la Montero cronista, a la ensayista,
a la autora de libros para mí encantadores como La loca de la casa y La
ridícula idea de no volver a verte. Tamaña ligereza se explica porque solo
había leído Bella y oscura y Amado amo, muy alabadas por la crítica,
pero que a mí no me entusiasmaron ni siquiera un poco. De ahí la agradable
sorpresa cuando leí La hija del caníbal.
La
historia nos habla de la vida de Lucía una escritora cuarentona, autora de
sosos libros infantiles que se siente en decadencia por su edad madura, por su
matrimonio fracasado con Ramón Iruña, por su vida vacía y sin expectativa alguna.
Todo comienza en el aeropuerto de Barajas, cuando ella y su esposo están a
punto de tomar un avión para ir de vacaciones a Viena. Allí mismo, Ramón
desaparece como por arte de magia, porque es secuestrado por un supuesto
movimiento revolucionario llamado Orgullo Obrero, que le pide dinero para
liberarlo. La historia de su vida es narrada en primera persona por Lucía,
quien a la vez la escribe como novela refiriéndose a sí misma, en ocasiones, en
tercera persona, en acertado juego de puntos de vista que ponen sobre aviso al
receptor o narratario, a los posibles lectores, acerca de las máscaras del
autor, la novela dentro de la novela, de las traiciones de la memoria y de la
delgada línea que separa ficción y realidad.
Ante tales acontecimientos, Lucía se embarca
en una loca empresa de investigación, al margen de la policía, acompañada de
dos vecinos que se inmiscuyen por azar en la aventura: Felix Roble, un anciano
de 80 años y Adrián, un guapo joven, veinte años menor que ella. Es así como se
van alternando la historia de los tres personajes en búsqueda del secuestrado,
con los capítulos en los que Felix Roble cuenta en primera persona su historia
de anarquista durante la Guerra Civil Española. Con ello Montero construye un
entrañable personaje que recuerda al no menos memorable Miralles de Soldados de Salamina (2001), la novela
de Javier Cercas.
Y es aquí donde la
autora despliega esa mirada crítica, tanto de la sociedad como de la especie
humana, que la caracteriza, mezcla de crudeza, desencanto, de encarar la
realidad sin idealizaciones, pero sin olvidar la fuerza de todo lo que vive, del
lado bello, honesto y digno que también posee. Lo que Roble narra, parte de la
historia de España, del triste y decepcionante fin de la República, está
fielmente documentado, según confiesa la escritora en un preámbulo a la novela,
mezclando personajes reales con
imaginarios, como suele ocurrir en lo que se conoce como nueva novela
histórica.
Relata Felix, heroico
sobreviviente de múltiples penurias, la decrepitud que a todos nos llega
fatalmente, entre ellas, lo siguiente:
“Así es que nos
sacrificamos. Anarquistas, socialistas, incluso los comunistas. En Francia
combatíamos a los nazis y asaltábamos las estafetas de Correos controladas por
los alemanes para conseguir fondos; en España infiltrábamos comandos
guerrilleros e intentábamos reconstruir clandestinamente las organizaciones
políticas y sindicales. Era una vida alucinada, en el límite de la
desesperación y de las fuerzas. Un heroísmo suicida, embrutecido, una
carnicería inútil” (p.201)
Mientras leía esto me preguntaba, como lo vengo haciendo
desde hace ya algún tiempo, si habrá en este universo mundo algún movimiento
revolucionario, idealista, convencido de que la redención de la humanidad es
posible, que haya tenido un destino diferente al aquí narrado.
La función de Adrián
dentro de la novela es la de ofrecer la visión que del amor tiene Montero;
presentar su fuerza abrasadora, la pasión, que aniquila y anula la razón y que
se desvanece pronto con su secuela de dolor. Adrián se enamora de Lucía, ella le teme,
desconfía porque sabe el peligro que él le representa, sobre todo porque no se
considera suficientemente atractiva a los ojos de alguien tan joven. Sin
embargo se deja arrastrar por la pasión, porque sabe que su eternidad es
efímera y porque finalmente asume que para ella la relación con ese chico sí es
posible:
“No es verdad que las
mujeres nos pudramos al cumplir los cuarenta. No es verdad que nos
desvanezcamos en el pozo de la invisibilidad. Al contrario: la mujer madura,
incluso muy madura, posee un atractivo propio, un momento de gloria. Estamos
acostumbrados a reconocer el atractivo que los hombres mayores pueden ejercer
en las jovencitas, y el mundo está lleno de felices parejas de este tipo. Lo
que ignoramos es que la atracción que ejercen las mujeres mayores sobre los
chicos jóvenes es igual de fuerte”(p.212).
Está demás decir que este
fragmento me gustó bastante… (Puedes reírte desocupado/a lector/a).
Cierta crítica ha estimado
que esta novela puede ser considerada como autoficcional. En verdad no encontré
algo muy apreciable en ese sentido más allá de que la autora se nombre a sí misma
en dos ocasiones; la segunda en la antepenúltima página, diciendo que Rosa
Montero es una escritora guineana. Sólo un breve juego autoficcional.
Concluyo con otro
fragmento que también me gustó bastante. Lo hago como invitación para leer la
novela, y el resto de las obras de esta buena escritora, para que no cometan
errores de apreciación como el que ya les comenté. Resuelto el conflicto que se
tramó en el relato, al final Felix y Adrián retoman el rumbo de sus vidas y
Lucía recupera la suya diciendo:
“De manera que estoy
sola y me gusta. Después de tantos años de convivir con Ramón recupero mi casa
con la misma avidez con la que un país
colonial se independiza del imperio. Ahora soy la princesa de mi sala, la reina
de mi dormitorio y la emperatriz de mis horas. Dejo los discos compactos todos
desordenados, leo hasta las cinco de la madrugada y como cuando tengo hambre” (p.326).
¡Qué bien… esa soy
yo!
Montero, Rosa (2001). La hija del caníbal. Madrid: Espasa
Calpe.