“…el yo,
como no lo diga un personaje inventado, siempre es difícil”
Mucha suspicacia despiertan siempre los libros de memorias.
En estos tiempos en los que todo parece derrumbarse, en los que nada logra
mantenerse en pie, en los que ya no quedan títeres con cabeza, en los que todo
se relativiza, la memoria ha perdido prestigio. Paradoja de nuestros tiempos,
puesto que siempre se nos responsabiliza por el pecado capital de nuestros
pueblos: la amnesia. Y la literatura no escapa a este relativismo postmoderno,
por supuesto. Para la crítica el escritor de memorias se “autoficciona”,
miente, recuerda mal, se equivoca, nos engaña, etc. Incluso, la apreciación del
género dentro del cual se clasifican estos libros siempre es inestable. ¿Se
trata de autobiografías, novelas, ensayos? O mejor… “de literaturas del yo”.
Problema resuelto.
Es posible que sea, como siempre, un poeta quien nos
resuelva el atasco: “Solo recuerdo la emoción de las cosas”. Es este verso de
Antonio Machado el epígrafe que preside y titula, en parte, el último libro de
Ángeles Mastretta. Según confiesa la autora, lo que pretendía ser una novela, puesto
que debía partir del duelo del yo narrador frente a las cenizas de los padres
difuntos, se convirtió en un texto fragmentario y memorioso, cuyo hilo
conductor ya no sería una estructura novelesca arquitectónicamente bien pensada,
sino el ir y venir en el tiempo según el capricho de la emoción y el
recuerdo.
Confieso que al principio el libro de Mastretta no me
terminaba de atrapar. Me gustaban algunos pasajes y otros mucho menos. De
pronto, más allá de la mitad, comenzó a cautivarme, empecé a identificarme con
lo contado, a verme retratada en muchas de las emociones compartidas, en la
experiencia generacional de la autora, la misma mía. Esto provocó que al llegar
al final emprendiera, casi de seguidas, una segunda lectura de varios de los
capítulos iniciales, de casi todos, cosa que no suelo hacer. Mayor sorpresa me
causó que esta segunda lectura me resultara más cautivadora, darme cuenta de que
no había apreciado ciertos momentos de la lectura me preocupó de veras. Estoy
perdiendo la concentración, me dije. ¡Válgame Dios!
Ya sabemos que toda confesión implica un acto dialógico con
otro y que este libro es absolutamente femenino. La fragmentación que lo
conforma, la presencia constante de padres, hijos, hermanos, amigos que
reafirman el yo relacional de la autora, suele ser rasgo frecuente en la
narrativa femenina. De ahí que una lectora se sienta identificada con las
historias contadas, que tales características determinen un modo particular de
lectura. ¿Será este un libro que interese a un lector masculino?, me pregunto
dudándolo.
Es cierto que la irregularidad estructural podría definir de
entrada al libro, puesto que está constituido por capítulos que pueden tener
tanto cinco páginas de extensión, como tan sólo unas cuantas líneas conformando
un párrafo, lo que pareciera no tener un rumbo argumental
definido. La propia autora lo reconoce expresamente en uno de los mini
capítulos o, mejor, apartes de sólo un
párrafo: “Desconozco adónde voy o cómo ir por un libro que aún no sé si será
una memoria, una indagación en el pasado de mis padres, una búsqueda o una
tontería. Empiezo páginas que van de un recuerdo a otro, iluminando retazos de
tiempo pero sin orden, sin más destino que el de ser recordados” (p.49).
Es quizás esa primera impresión la que distancia al lector
de la obra, hasta que el tono equilibrado de las emociones compartidas, el
lirismo de muchas de las frases que las expresan no permiten que nos llamemos a
engaño. Lejos de convertirse en una
frivolidad, hay pasajes entrañables que llegan hasta prestarnos un sentido a
nuestras propias vidas, ayudándonos a conseguirles un orden, como bien ha
afirmado Georges May en su libro pionero de los estudios del género
autobiográfico.
En mi caso puedo apoyar lo antes dicho con dos momentos de
lectura. El capítulo “Revivir la quimera” es uno de ellos. En el mismo la
autora habla de sus muertos, en cómo la acompañan, hasta que en ocasiones
pareciera que le susurraran al oído. Sin caer en sentimentalismos fáciles logra
comunicarnos ese duelo por los seres queridos, que se hace leve hábito con el paso del tiempo
que cura casi todo, a la vez que nos confronta con lo irremediable: “Siempre
necesitamos saber cuando ya no podemos”(p.28).
En otro pasaje me
ayudó a entender mi gusto por los cementerios, ahora sé que al igual que
Ángeles me atrae “su desdén del mundo”, su “aire indiferente”. Ya no me siento
“rarita” por la reverencia, la atracción y el misterio que me subyugaron
durante mis visitas a Père-Lachaise, al cementerio judío de Praga, al
cementerio de los ingleses de Málaga y a tantos otros de menos prestigio. ¡Cómo
nos acompañan los autores y sus libros!
Todo lo dicho me lleva a concluir, con Angel Loureiro,
admitiendo que no hay que calificar los textos autobiográficos como ficciones o
falsedades debido al esfuerzo de autorecreación que inescapablemente
implican; sino apreciarlos desde su
dimensión discursiva, ética y retórica, como un acto dialógico con el otro ya
que “el camino a la propia conciencia pasa siempre a través del otro”. Sobre
todo porque yo, como Ángeles y Antonio “Solo recuerdo la emoción de las
cosas/y se me olvida todo lo demás”.
Quiero cerrar esta nota transcribiendo dos textos que bien
podrían leerse como mini cuentos, esto para dar una idea de la tónica del libro,
de esa mitología de lo cotidiano que encierra toda vida atenta al diario
discurrir, y motivar con ello su
lectura:
La orquesta
Hay un inmenso ruido en mi jardín. Va entrando la primavera
a esta ciudad. Ha llegado un grillo y la tierra suena como una filarmónica.
Todo el estrépito en cuya busca salgo está en una maceta: temblando (p.274)
El perro y la
lagartija
Hoy el cielo ha estado azul como los dibujos de la infancia;
no se cansa uno de verlo para constatar lo increíble. Perdida en ese abismo
estaba yo cuando el perro vino a exigirme que le abriera la puerta, quería
salir a la terraza en pos de algo que se le escapó de aquí dentro. En cuanto
abrí, saltó: lo vi correr tras una lagartija y atraparla, morderla, aventarla
al cielo, verla caer. Todo en segundos, no alcancé a defenderla. Y era tan
chiquitita como un prendedor. La naturaleza había crecido esa perfección para
que el perro la destripara porque sí, para jugar. Luego entró muy en paz, con el
deber cumplido, a pedirme un cariño. Díganme ustedes si no es una barbaridad
(p.258).
Ángeles Mastretta (2012). La emoción de las cosas. Caracas: Editorial Arte/ Seix Barral.