Nuestro
vecindario era tranquilo, ¡qué tiempos aquellos!, aunque no lo suficiente para
nuestros padres, por supuesto, siempre controlando nuestras salidas. No
recuerdo temores o sucesos ni remotamente parecidos a los que hoy ocurren por
esos lares, salvo el temible paso de Montañita,
un luchador de lo que se conocía como “lucha libre”, bajito, robusto, de
caminar agorilado y melena crespa hasta los hombros, que pasaba con frecuencia por nuestra calle, porque
por allí vivía, además porque muy cerca quedaba un ring, si es como así se llamaba,
donde los fines de semana se daban esos
encuentros, tan aparatosos como fingidos, que tantos fanáticos parece que
tenían en esa época. Al menos eso suponíamos mis hermanas y yo porque hasta
nuestra casa llegaban los gritos y aclamaciones del público, lo que nos hacía
imaginar a Montañita saltando encima de su contendor aplastándolo con su
potente humanidad. Quizá era por ese vuelo de nuestra imaginación que le
teníamos tanto miedo. El paso de Montañita por nuestra calle era todo un
acontecimiento: Allá viene Montañita,
decíamos muertas de susto. Y corríamos a
expiarlo por la ventana sin hacer ruido, no
sea que se dé cuenta. Y el inocente pasaba con su andar de mono
completamente ajeno al revuelo que despertaba.
Ya mudados a Los
Teques nos tocó, como a toda niña de
bien, entrar al Colegio María Auxiliadora. Las niñas de buena familia no tenían
otra opción, o el María Auxiliadora o el San José de Tarbes. Un cambio de
ciudad y de colegio es mucho para una criatura de doce años. Doce años “de los
de antes”, aclaro. El primer día de clases en un nuevo colegio creo que es uno
de los más grandes traumas que toda niña guarda en su memoria. Mi prima
Marianna era alumna antigua del colegio, pero cursaba dos grados antes que yo, así que debí
enfrentar sola las miradas de reojo, no exentas de hostilidad, hacia “la nueva”.
Estamos en el patio, es temprano, por lo que
todavía no nos hemos formado por grados o años, yo ya voy para segundo, para
saludar a la hermana directora y ser
conducidas a la capilla a rezar nuestra oraciones matinales. Mi prima
identifica una ronda formada por las que conoce como mis futuras compañeras de clase.
Me acerca a ellas y se va. Las chicas
están formando un círculo muy cerrado en torno a Estercita Guillén. Ella es la
hija del dueño de la tienda de regalos más chic de ese pueblo con aspiraciones
de ciudad. No hay cumpleaños o
matrimonio cuyos regalos no se hayan comprado en el Comercial Guillén, de ahí el prestigio de Estercita. Trato de
encontrar un huequito en el estrecho corrillo y oigo lo que ella cuenta:
-Esta es una
muchacha que se va a casar, pero no es virgen y su novio no lo sabe. Por eso su
mamá le dice:
-No te preocupes
mijita, tú te compres un real de pellejo, cuando se vayan a acostar, te vas al
baño y te lo metes por ahí. Ese no se dará cuenta. De todas maneras, yo me esconderé
en el armario por si cualquier cosa.
Acordado el
engaño, viene la noche de bodas, pero el truco no funciona y el novio se
levanta de la cama furioso: -¡Entonces, tú no eres virgen, cómo es posible!
Al oír esto, la
vieja sale del armario y le grita al novio: -¡Cómo que no es virgen! ¡Es que usted
todavía no se ha dado cuenta de que ella es de raza cucona?
Tengo pésima
memoria para los chistes y soy peor para contarlos, lo hago sin la menor
gracia, pero ése nunca lo olvidé, como tampoco a la bonita y pretenciosa
Estercita Guillén, tal fue el impacto que le produjo a mis doce años “de antes”.
Apenas terminado el chiste sonó la
campana. En perfecta formación, tocadas con
nuestras boinas azules, entramos a la capilla, perfumada de azucenas, el
olor de mi infancia, para arrodillarnos ante María la Virgen, siguiendo los
cantos de Sor Soledad. En medio del susurro de los rezos me pareció ver que, por
una de las puertas laterales, algo se escabullía. Algo así como una cola muy
delgada terminada en triángulo, a la vez que sentí como si un tufillo de azufre
se colara entre mis azucenas.
Hoy caigo en cuenta que
la primera lección que aprendí en el sacrosanto María Auxiliadora de Los Teques
fue que las peores de la clase, las más divertidas, no fueron las más valientes, las que se jubilaban o sacaban malas notas,
como los peores de Federico, sino aquellas que con su rostro angelical y hasta
sus buenas notas, llevaban un personajillo
colorado enredado entres sus trenzas.